Apenas entré al baño la vi. Arrodillada, arrugada; azul celeste. Me lavé las manos, sin prestarle
demasiada atención: ya muchas veces la había descubierto arrepantigada en la taza del inodoro. No me importó demasiado. Mientras me miraba en el espejo, le eché, más por curiosidad que por otra cosa, un segundo vistazo. Fue entonces cuando descubrí sus verdaderas intenciones. Con un
movimiento rapido, calculado, se deslizó hacia el fondo del retrete. Su cuerpo esponjoso se extendió totalmente, absorbiendo el agua del depósito. Comenzó a hincharse de una manera descomunal, su avidez por el líquido corrupto, parecía no tener fin.
Pasados unos cuantos segundos (que parecieron miles), cesó el terrible proceso. La toalla había
tomado un tono más oscuro, húmedo y pesado. Traté de tirar la cadena y terminar con la agonía, pero era imposible. El depósito estaba vacío. La observé un instante, allí en el fondo del inodoro era un triste bollo de algodón; azul oscuro. No aguanté más, así que apagué la luz del baño,
¡Carajo! y yo todavía con las manos mojadas.